Corría la década de los 80, aunque yo no era consciente de qué significaba criarse en la llamada ‘movida’ madrileña, en el boom que supuso todo tipo de transgresiones, aquellos cambios que, como un terremoto, pusieron las cosas del revés perdiendo el norte de lo que la rutina de nuestros padres, hijos de la posguerra, no pudieron concebir en sueños que no existían siquiera en sus mentes.
Mi destino estaba aún más alejado de la normalidad de otros niños… yo nací en Ceuta, y eso conllevaba una infancia aún más periférica que haberme criado en una aldea castellana. En aquel tiempo el estraperlo, como buen punto fronterizo entre lo exótico marroquí, la humilde vida de mi familia, en muchas ocasiones nómada, a caballo entre la república y los nacionalistas del otro lado del Estrecho, hacía que todo fuese aún más extraño, si cabe. Mis padres habían crecido deprisa, olvidados de una edad temprana e inocente de la que nunca disfrutaron, adultos en pequeños cuerpos, buscando ayudar de alguna manera a la economía familiar, o al menos no ser una boca más que alimentar.
Todo esto, gracias a su sacrificio, yo no lo viví. Crecí con estas historias que aún no comprendía pero que harían de mí la persona que soy. Todo mi mundo era la caligrafía bien hecha, mis manualidades extraescolares, y rastrear en cajones y armarios de mi casa todo aquello que me lanzara a historias fantásticas para aliviar mi inquietud. Y ahí, una tarde de otoño, pasando horas muertas en casa de mi tía, fue cuando lo vi: Atari. Era una tabla gruesa rectangular negra y marrón con botones y un par de palitos negros hacia arriba. Me vino a la cabeza la Legión Española, tan típico de mi mundo ceutí, como una radio de control militar. Pero emitía un sonido extraño que pese a chirriar me embelesaba. Cuando conectaron ese aparato a la Telefunken, una televisión enorme y monstruosa que duró una eternidad, yo ya sabía que ese universo desconocido me absorbería por completo el resto de mi vida.
Arkanoid y Marcianitos, prácticamente píxeles de colores con ese ‘pic pic pic’ y ‘chium chium’, fueron mi más preciada compañía hipnótica en aquella tardes otoñales, junto con mis muñecos que me animaban a seguir manejando mi nuevo vocabulario, como joystick y cintas para cargar.
Pero ni ése era mi hogar, ni ese aparato era mío. Todo era de prestado. Mi familia se reunía los domingos, el único día en que mis padres se hacían presentes en mi mundo. Domingos libres para compartir con sus hijos, en esos tiempos críos ingratos que muchas veces no valoraban aquel sacrificio inmenso que hacían para un futuro mejor. Nos juntábamos en la casa tíos, primos y abuelos, y echábamos horas entre parchís, cartas y bingo. Eso era la socialización grupal que hacíamos juntos. Atari parecía lejano en esas 24 horas. Hasta que llegó el Spectrum.
Mi hermano inauguró, como primogénito, el mundo de los juegos incansables que no cargaban ni a la de tres, después de oír un lenguaje incomprensible de chirridos y desarrollar una paciencia desconocido para nosotros, los niños. Ahora, desde la distancia, me doy cuenta de que era un ritual. Enchufar aquella caja negra, tosca, conectar cables, grabadora grisácea aparte donde cargábamos unos casetes, minutos eternos, una pantalla azul o rosa o de rayas amarillas, hasta que por fin, Kung-fu se hacía visible, o coches de carrera o grutas y tuberías de gas.
Las piezas de Lego no las dejábamos a un lado, ni los muñecos de Marvel ni el castillo de Grayskull. En esa infancia todo era posible. Luego el PC trajo juegos como el Blockout, que abría mi mente en un 3D cuya existencia desconocía, Italia ’90, cuando aprendía las banderas de países mientras un puñado de figuritas iban como locos a por una misma pelota…
Recuerdo llegar en los noventa a mis manos máquinas a pilas redonditas que, en blanco y negro, mostraban cómo Popeye tomaba espinacas, o un avión de alguna de las grandes guerras dejaba regalitos en el cielo para algún desgraciado.
Con el paso del tiempo, Gameboy también apareció, pero el segundo subidón de mi vida llegó a mis veinte años, la Playstation barrió toda mi conciencia y enrojeció mis ojos con maratones interminables de francotiradores y zombies. Mi vida cambió. Los sueños se tiñeron de nazis y escenarios de Silent Hill. Hasta que pocos años más tarde, me deshice de lo que no podía controlar, boicoteé mi rutina para volver a tener un tiempo no succionado por universos imaginarios que me controlaban a mí, y no al revés.
Ahora, años más tarde, juego al billar y al futbolín en compañía, humana, y a juegos de mesa con gente de carne y hueso.
Y sigo siendo feliz.